...continúa:
Pese a unos primeros minutos con sensaciones muy optimistas, el obstinado desplazamiento hacia la derecha del indicador de temperatura del motor (sí, justo hacia el lado pintado de un amenazante color rojo), nos hace finalmente parar otra vez en el arcén. Nueva llamada al master mecánico. No estoy seguro de si era algo de la bomba de agua, que al no recibir electricidad no furrulaba. Ya me dió igual no comprenderlo, en este caso el hombre nos dijo que lo diésemos por perdido. Había simplemente que poner una correa nueva y extirpar ese precioso aparato de aire acondicionado de los 80. La grúa pedía turno.
Creo que ya había comentado anteriormente que Ludi dió un recital de recursos. Tan pronto colgó al mecánico y me comentó la jugada, descolgó para telefonear a un amigo que tiene una grúa. Dicho y hecho, en dos horas y media llegaba desde Sofía. Tocaba esperar. Pero no todos, pues sólo había plazas para dos. No tardé mucho en ofrecerme voluntario para volver en solitario, no me hubiese parecido justo que fuese otro quien lo hiciese. Además, intuí que sería divertido (y no me equivoqué).
Estábamos parados cerca de donde Cristo dio las tres voces, y hacer auto-stop era inevitable. Traté de adecentar un poco mi presencia para favorecer la recogida, tres días seguidos en la montaña no le dejan a uno un aspecto demasiado elegante. Tan pronto levanté el dedo pulgar, comprendí que aquello no iba a ser fácil. De hecho, ni yo mismo no me hubiese recogido. Calla, calla. No jodas. ¿Para poner toda la tapicería de mierda y encima llenar el coche de aroma silvestre?. Acertada intuición, no paró ni el mencionado Cristo. En mi descarga diré que la sinuosa carretera y el inexistente arcén no se prestaban mucho a este tipo de actividades. Alguno hizo el amago, pero nada, debí parecerle más feo de cerca.
Tras un rato largo, topé con un pueblecito llamado Gradovo. “Al fin una recta”, pensé. “Ahora sí que sí”. Me paré al lado de un cristal para peinarme un poco mejor con ayuda de algunos escupitajos (exageración del guionista… ehem). Fue entonces cuando ví un pequeño grupúsculo de personas de avanzada (muy avanzada) edad. Estaban situados al borde de la carretera, mirando hacia mi lado, como esperando ver aparecer a alguien ó algo. Me recordó mucho a la gente cuando está esperando al autobús, así que fui raudo a su encuentro. “Do you speak english??”, le pregunté a la más joven (unos 45 años) del lugar. Asintió. Le solté algo así como: “Ohhh, well! Ok, I need to go to Sophia, so... do you know how can I go there from here??”. Se me quedó mirando con cara de marciano. Comenzó a hablar en búlgaro con el resto, desconcertada. Recordé aquel asunto tan sospechoso de que los búlgaros asienten cuando quieren decir “No”, y niegan cuando dan un “Sí” por respuesta...
Atardecer, visto desde el tren |
Afortunadamente llevaba un mapa del país conmigo y lo pude sacar para señalarles la ciudad más cercana (que me explicasen cómo ir hasta Sofía por signos lo veía chunguete). Tirando, una vez más, de recursos simiescos e imitaciones varias (una de ellas la mítica e infalible del “chuuu-chuuu, toco-tocotoco-tocotoco-tocotoco” del tren al mismo tiempo que haces como que tiras de una cadena), conseguí entender que podía llegar a Blagoevgrad subiéndome al mismo bus que esperaban ellos, y de allí en tren a la capital. Uno de los ancianos que había observado (y comprendido) toda la gestión, le explicó al chófer en que parada me tenía que apear yo. Tras unos 45 minutos, se habían bajado ya casi todos los que venían desde Gradovo. Entonces fue cuando me dijo el conductor: “Spanski!!! @#**@@#^^**@#^+*!!!”, mientras señalaba la puerta abierta. Indudablemente me animaba a bajar. Cerca de allí estaba la estación de tren.
Sacarme el billete para Sofía fue más fácil, pues decir “Sófia, ednó billet” bastó para conseguirlo. Media hora después, estaba escalando los 3 peldaños para subir a aquel pedazo de trasto ferroviario. Aquellos vagones tenían muchas primaveras en sus espaldas. Inicialmente me metí en primera clase por error, así que me sorprendí de lo bien conservados que estaban. Luego ya me patearon al fondo del tren. Pero tampoco había mucha diferencia, el interior era mejor y más cómodo que muchos de nuestros “Renfes” de Cercanías.
Pude disfrutar de un precioso atardecer asomado a la ventana, en aquella bonita zona rural que se extiende hasta Macedonia. Cuando anocheció, tuve la suerte de entablar conversación con un simpático búlgaro que hablaba un muy correcto inglés, y que me hizo más llevaderas las casi 3 horas e innumerables paradas hasta Sofía (aunque fueron apenas 100 km). Luego tranvía. Y finalmente, a eso de las 23.30 h. llegué a casa, y puse fin a mi particular etapa. El coche ya dormía en el taller, e Iva y Ludi habían conseguido regresar con la grúa sin mayor inconveniente. Tocaba descansar…
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